Participación Política: una herramienta ciudadana “poco” aprovechada

Al introducir la noción de participación debemos reconocer que el término es sumamente amplio, razón por la cual se han generado múltiples debates en torno al mismo. En líneas generales si tomamos una primera conceptualización, gran parte de los autores que trabajan la temática definieron a la participación como “la capacidad que tienen los individuos de intervenir hasta la toma de decisiones en todos aquellos aspectos de su vida cotidiana que los afectan e involucran“.

Si partimos desde esta definición, aunque presenta la ventaja de ser lo suficientemente amplia como para designar múltiples situaciones, al mismo tiempo, supone ciertas limitaciones que es necesario debatir para lograr una mayor precisión en el concepto.

Con el objeto de ordenar la exposición, en primer lugar, dicha definición nos suscita al menos los siguientes interrogantes ¿Existe participación cuando hay predisposición para participar o cuando hay capacidad efectiva de actuación? ¿Hasta dónde pueden y/o deben intervenir los ciudadanos en las políticas públicas? ¿Hasta qué punto se necesita capacidad o “estar capacitado para” participar? ¿Quiénes pueden participar?, entre otros cuestionamientos.

Si abordamos la primera pregunta, la misma nos invita a reflexionar sobre si la predisposición o intencionalidad para participar es una condición suficiente para referir a la participación. Y he aquí una discusión especial que refiere a pensar sobre la diferencia entre  participación simbólica y la participación real.

Dicha distinción radica en que muchas veces los individuos le atribuyen gran importancia a la participación o creen que estarían dispuestos a participar en distintas instancias de su vida, sin embargo se manifiesta una fuerte disyunción con la intervención efectiva que se presenta en la vida cotidiana. De esta manera, no se logra superar la instancia de participación simbólica hacia la de una participación real. Por el contrario, “la forma real de participación tiene lugar cuando los miembros de una institución o grupo influyen efectivamente sobre los procesos de la vida institucional y sobre la naturaleza de sus decisiones”.

Desde esta perspectiva sólo habría participación en la medida en que se traspasara el umbral de lo simbólico o de intencionalidad para ejercer una acción de efectiva influencia.

Si bien nos parece que esta noción es bastante exigente en cuanto que plantea la influencia efectiva en la realidad política y social de la que se parte, a los fines de propiciar el cambio, tiene la ventaja de concienciar sobre la diferencia entre la predisposición  para participar y la participación real o efectiva, vehiculizada en actos.

En nuestro caso si bien acordamos que hablamos de participación cuando hay una activación efectiva para participar-independientemente de la incidencia lograda sobre la realidad que se pretende cambiar-, aún queda por resolver cuáles son los momentos en los que los ciudadanos pueden participar.

En este punto existe cierta  indefinición lo cual trasluce si se quiere una cuestión  normativa que subyace en el debate sobre este aspecto como es el “para qué” de la participación.

Cabe destacar a Duncan Pederson, quien señala que la participación debe entenderse como un proceso político y social. Entiende que la participación genuina debe permitir la autodeterminación de la sociedad. Para lograr este propósito propone la participación de la gente a partir de un proceso de “evaluación participativa” ascendiendo desde un nivel de escasa o nula participación hasta uno de participación extensiva lo que implicaría la participación en la toma de decisiones, ejecución y evaluación en un contexto preferentemente local.

En el polo opuesto, podemos mencionar a Antonio, quién critica las exigencias participativas postuladas, por ejemplo, por agencias internacionales las cuales plantean la participación de los ciudadanos como un proceso de involucramiento en un amplio abanico que va desde la planificación, administración de los procesos, etc.

Si bien debemos aclarar que más allá de estos contrastes existen argumentaciones intermedias que plantean instancias participativas de los ciudadanos en momentos concretos del proceso de las políticas públicas y según el contexto en particular, aunque no lleguemos a una conclusión sobre el momento óptimo de intervención ciudadana, es imprescindible no perder de vista el papel del Estado frente a la de la ciudadanía.

Esto  supone entender que si bien la participación de la sociedad civil puede significar un insumo fundamental para consolidar una democracia más participativa, esta no garantiza por sí misma una mayor igualdad en la generación de desarrollo. Así, se mantiene el protagonismo del Estado como sujeto responsable primordial en el logro de este objetivo.

También es importante mencionar a Cardarelli y Rosenfeld, que certeramente sostienen que aunque la participación puede ser saludable independientemente de su intervención en alguna instancia en particular, trae a colación el riesgo de “acostumbramiento” de un Estado poco responsable en la armonización y regulación de las desigualdades sociales. Igualmente exponen que la existencia de una sociedad civil organizada no necesariamente garantiza la democratización de los procesos sociales de satisfacción de necesidades.

Así se entiende que el logro del desarrollo de la ciudadanía radicaría precisamente en la generación de actores o agentes de ciudadanía. En este sentido, Eduardo Bustelo Graffigna indica que nos quieren transmitir que “la igualdad no es producida automáticamente ni nadie la obtiene por casualidad, (…) Por eso los derechos deben ser concebidos como habilitaciones para la lucha. A su vez, para luchar con efectividad hay que construir poder democrático y buscar poder es esencialmente hacer política. Es por eso que el nuevo paradigma de política social no consiste en un ‘retorno a la sociedad civil’ ni a la mera ‘administración’ social (…) sino fundamentalmente en un juego mucho mayor que reconcilie ‘lo social’ con la política”.

Para lograrlo entendemos que es fundamental la articulación y trabajo en conjunto entre el Estado y la sociedad civil, respetando determinados roles y funciones. Asimismo, se deduce que la generación de ciudadanía supone el desafío de desarrollar capacidades para participar.

Un representante de este pensamiento es Galo Bethemia, quien postula las idea de ‘capacitación como praxis’, es decir “como reflexión actuada y acción reflexionada: dicha capacitación debe proveer conocimientos útiles para el diagnóstico de las necesidades más urgentes y elaborar proyectos sobre la base de esas necesidades”.

De esta manera, se retoma el planteo propio de la década del setenta según el cual la participación en sentido estricto sólo se dará en la medida en que exista una formación mínima que permita el desarrollo de una conciencia crítica comprometida y responsable con su medio social de incidencia. En línea con los trabajos de Paulo Freire se debe educar para generar una conciencia que permita la organización y movilización de los ciudadanos. Así la educación favorecerá el desarrollo de capacidades organizativas dotando a los ciudadanos de recursos para la acción.

Indirectamente esto nos remite a otro problema como es quiénes pueden participar, los ciudadanos individualmente considerados o las organizaciones, es decir grupos colectivamente organizados.

En líneas generales aunque existen distintas formas de participar, incluso individualmente siendo su carácter igualmente legal, predomina cierto acuerdo sobre la importancia de la organización de los ciudadanos como forma ordenadora de la sociedad civil. Entre las razones que fundamentan esta determinación se señalan los beneficios de las organizaciones en la generación de capital social ampliado. “La transición hacia nuevos estadios del capital social ampliado implica, pues, no sólo cambios cuantitativos (en términos de cantidad de recursos, conocimientos, relaciones, etc) sino también cambios cualitativos (en términos de las modalidades de gestión, de los tipos de relación y articulación con el entorno, etc.) Estos cambios sobre todo pueden ‘leerse’ en las prácticas concretas que desarrollan las organizaciones que conforman el capital social, que implican mayores niveles de participación social, de conciencia sobre la situación del sector de pertenencia en función de objetivos de ‘empoderamiento’ y el diseño de una planificación a corto, mediano y largo plazo.

Hecha esta breve reflexión entendemos por participación política a la capacidad de los ciudadanos, solos o colectivamente organizados, de desarrollar acciones políticas legales conscientemente planificadas destinadas a intervenir en distintos asuntos públicos en colaboración con el Estado.

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